La naturaleza dice a todos
los hombres: Os he hecho nacer a todos débiles e ignorantes, para vegetar unos
minutos sobre la tierra y abonarla con vuestros cadáveres. Puesto que sois
débiles, socorreos mutuamente; puesto que sois ignorantes, ilustraos y ayudaos
mutuamente. Aunque fueseis todos de la misma opinión, lo que seguramente jamás
sucederá, aunque no hubiese más que un solo hombre de distinta opinión,
deberíais perdonarle: porque soy yo la que le hace pensar como piensa. Os he
dado brazos para cultivar la tierra y un pequeño resplandor de razón para
guiaros; he puesto en vuestros corazones un germen de compasión para que os
ayudéis los unos a los otros a soportar la vida. No ahoguéis ese germen, no lo
corrompáis, sabed que es divino, y no sustituyáis la voz de la naturaleza por
los miserables furores de escuela.
Soy yo sola la que os une a pesar vuestro por
vuestras mutuas necesidades, incluso en medio de vuestras crueles guerras con
tanta ligereza emprendidas, eterno teatro de los errores, de los azares y de las
desgracias. Soy yo sola la que, en una nación, detiene las consecuencias
funestas de la división interminable entre la nobleza y la magistratura, entre
esos dos estamentos y el clero, incluso entre los burgueses y los campesinos.
Ignoran todos los límites de sus derechos; pero todos escuchan a pesar suyo, a
la larga, mi voz que habla a su corazón. Yo sola conservo la equidad en los
tribunales, en donde todo sería entregado sin mí a la indecisión y al capricho,
en medio de un montón confuso de leyes hechas a menudo al azar y para unas
necesidades pasajeras, diferentes entre ellas de provincia en provincia, de
ciudad en ciudad, y casi siempre contradictorias entre sí en el mismo lugar. Yo
sola puedo inspirar la justicia, mientras que las leyes solo inspiran los
embrollos. El que me escucha juzga siempre bien; y el que sólo busca conciliar
opiniones que se contradicen es el que se extravía.
Hay un edificio inmenso cuyos cimientos he
puesto con mis manos: era sólido y sencillo, todos los hombres podían entrar en
él con seguridad; han querido añadirle los ornamentos más extraños, más toscos,
más inútiles; el edificio cae en ruinas por los cuatro costados; los hombres
recogen las piedras y se las tiran a la cabeza; les grito: deteneos, apartad
esos escombros funestos que son obra vuestra y habitad conmigo en paz en mi
edificio inconmovible.
Voltaire, Tratado sobre la Tolerancia
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