El diván-cama se resiste a ser desplegado. El hijo forcejea y el viejo no sabe ayudarle, ni quiere tampoco relacionarse con semejante máquina, tan contraria a su vieja cama. La de toda la vida desde su boda: alta, maciza, dominando la alcoba como una montaña cuya cumbre fuese el copete de la cabecera en castaño pulido, cuyos prados los mullidos colchones, dos de lana sobre uno de crin, como en todo hogar que se respete... ¡Rotunda, definitiva, para gozar, parir, descansar, morir!... Evoca también otras yacijas de su agitada vida: la dura tierra de las majadas pastoriles, el jergón cuartelero, el heno seco de los pajares, la hierba extendida sobre roca en las cuevas cuando era partisano, los colchones campesinos de paja de maíz chascando como sonajas bajo el retozo amoroso... Todo un mundo ajeno a ese artefacto híbrido de la celda, con resortes agazapados como cepos loberos.
Al fin cede el mecanismo y el mueble se despliega casi de golpe. El hijo tiende las sábanas y pone una sola manta porque -advierte- hay calefacción. Al viejo le da igual: se ha traído su manta de siempre, adelgazada ya por medio siglo de uso. Imposible abandonarla; es su segunda piel. Le ha protegido de lluvias y ventiscas, ha sudado con él las mejores y peores horas de su vida, fue incluso condecorada con un agujero de bala, será su mortaja.
-¿Necesita algo más? -pregunta al fin Renato.
Necesitar, necesitar... ¡Todo y nada! Le sobra cuanto ve y, en cambio, ¡desearía tanto!
Jose Luis Sampedro, La sonrisa etrusca
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