De niña hacía calendarios tachando los días que me quedaban
para volver allí. Recuerdo aquellos viajes interminables, tres o cuatro días
tardábamos en llegar, ya que, a pesar de que mi padre siempre me decía que sólo
eran cuatro horas, para mí eran infinitos. Deseaba tanto estar allí que toda mi
vida giraba en torno a ello, soñaba muchas veces con ríos y montañas, con
trenes humeando al atravesar el túnel que se ve desde mi ventana, con ir a
caballo, soñaba con veranos invencibles.
De vez en cuando los sueños eran reales, cuando estaba allí.
Recuerdo momentos concretos tan nítidamente que es lo único que puede darme
señales de continuidad en mi vida, ese lugar es lo único que la sostiene, desde
que nací y hasta que muera.
Me encantaba la vida allí, jamás me aburría y sabía que los
demás niños no me entendían, que yo era diferente. Mientras las demás niñas
soñaban con ser princesas, yo prefería ir con mi abuelo a recoger la hierba, a
dar de comer a las gallinas, o a ordeñar. Recuerdo que el sentirme
incomprendida por muchos me daba tan igual que ahora me hace sentir orgullosa.
Hay momentos grabados en las paredes de mi memoria en los
que recuerdo que pensaba como sería mi vida cuando nada de esto estuviera,
cuando todo desapareciese. Sabía que no era eterno, que mi abuelo se haría
mayor, que la vida en los pueblos cada vez iría a menos, que nadie querría
dedicarse al campo, y lo peor de todo, sabía que yo crecería, tarde o temprano.
Con 10, 15 o 20 años... Daba igual, algún día pasaría, y todo aquello que me
hacía feliz, dejaría de importarme.
Y así pasó. Deje de ir tanto al pueblo y cuando iba, en vez
de estar con mi abuelo por el campo o atendiendo a los animales, me quedaba en
casa viendo la tele o simplemente no haciendo nada y me aburría y lloraba, intentando
vivir una vida de mayor cuando no lo era, y una vida de ciudad cuando no lo
era. Por supuesto, deje de hacer calendarios.
En el fondo me daba mucha pena, pero era algo de lo que
tampoco me arrepiento porque no se puede controlar, las ganas, la ilusión, etc.,
son cosas que están fuera de nuestro control, precisamente porque están
demasiado dentro. Me daba tanta pena que a veces fingía para mí misma e
intentaba hacer todas aquellas cosas que antes me gustaban tanto y me hacían
tan feliz. Me ponía las botas de monte e iba a las cuadras, a regar, al campo…
pero no quería eso, no quería admitir que la sociedad me había vencido, no
quería admitir que empezaba a soñar con ser princesa.
Pero poco a poco vas creciendo, y lo que en aquel momento me
pareció un salto de gigantes, un cambio en mi vida, mi forma de ser y mi
personalidad, ahora sé que era todo lo contrario.
Ahora sé que allí soy feliz. A pesar de que todo ha cambiado,
sobretodo yo misma, se que ese vuelve a ser mi sitio, y a veces pienso que
nunca ha dejado de serlo. Ahora sé que es posible, que es real y está al
alcance de mi mano, solo tengo que cogerlo.
Y lo sé porque a veces pasan cosas que nunca te esperas. Lo
muerto renace al igual que lo vivo muere, al igual que mis abuelos se hacen mayores,
al igual que cada vez los pueblos están más vacios y se va más gente a las
ciudades, ahora que el campo ya no es importante, y, por supuesto, ahora que yo
me he hecho mayor.
Me he hecho mayor pero no lo suficiente (al final ni a los
10, ni a los 15, 20 ni 25 años), como para condenarme a creer que crecer es
alejarme de todo lo que me ha hecho ser quien soy.
Nuria
Muy muy muy bonito...
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